“Domingo de Carnaval” un cuento diferente…de Daniel Ovejero

El desentierro y entierro del carnaval es un rito milenario de los pueblos del norte argentino. Creencias, mitos y bailes forman parte de esta singular tradición popular… Pero lo primero que hay que hacer para comenzar los festejos es desenterrar al diablo del carnaval, un pequeño muñeco (pucllay) que imita a un diablo y que simboliza al sol. El carnaval es: Descontrol, alegría, diversión y, por supuesto, el agua abunda y vale mojarse, aunque a veces les juegue una mala pasada como a los protagonistas del Cuento de Daniel Ovejero.

Florece el “Carnaval”, árbol del norte que anuncia la proximidad de las fiestas de Antruejo.

Emeterio Zerpa, puestero de El Ceibal, propone a su mujer, Etelvina participar de la fiesta y ambos comienzan con los preparativos para la misma, cosiendo sus vestidos y ensayando bagualas, cambiando así la monótona vida del puesto por una más alegre y complaciente.

Ese domingo de carnaval, apenas comienza a clarear y acicalados, parten hacia el pueblo, advirtiendo que se avecina una tormenta que les puede ocasionar problemas a su regreso con la creciente el río.

Encontraron al pueblo de Perico más animado que de ordinario, había excitación de fiesta y se veían disfrazados, músicos, serpentinas y flores.

Allí se toparon con Darío Sardina, puestero de una finca de Avalo, con quien mantienen un diálogo, proponiéndole éste a Emeterio llegarse a El Chamical, donde seguramente era de estar más lindo.

Cabalgaron durante varias horas, los dos hombres, la mujer y la Guagua, deteniéndose a beber en los almacenes que encontraron en el camino.

En El Chamiccal se alineaban las carpas amarillentas, desde donde s escuchaban repiqueteo de cajas y guitarras, mientras algunos concurrentes se divertían con el juego de la “pechada”.

El puestero, su mujer y su amigo dejaron los caballos en el cebil y entraron en una de las carpas. Alegraba la reunión una orquesta formada por un acordeón, una guitarra y un arpa; un indio zapateaba incansablemente un gato y una mujer alta y flaca cantaba unas coplas acompañándose con caja, divirtiendo a los concurrentes.

La algazara termina para dar paso al silencio temeros ante la presencia de Francisco Jurado, alias “Pañuelo Celeste”, el bravucón del pago, mocetón fornido y galán afortunado, quien comienza a asediar a Etelvina, sentándose a su lado sin importarle de su marido. Los piropos dichos al oído complacían a la mujer, mientras Emeterio y Darío completamente ebrios, abrazados se juraban amistad eterna y se encaminaban hacia una carpa vecina.

Jurado invita a bailar a Etelvina, una “chilena” y allí le insinúa irse afuera, donde ya se ha venido la noche. Etelvina se abandona al hombre y salen hacia las sombras, siendo vistos pro Sardina, quien llama a Emeterio y alude en su mal intencionada adivinanza que su mujer le está jugando sucio.

Emeterio experimentó una irrefrenable cólera y su fiera dormida despertó en el momento, se dieron de bofetadas y pronto centellaron los cuchillos. En la riña Sardina fue el perdedor, el puestero miraba con ojos desencajados su mano y el facón ensangrentados y el cuerpo caído de bruces sobre la tierra, mientras a su alrededor los músicos y la gente contemplaban silenciosos al muerto y su asesino, mientras la carpera gritaba desesperada.

Llegó la policía y se llevó a Emeterio sin ninguna resistencia, cuando se lo contaron a Etelvina no comprendía claramente lo que había pasado; temerosa tomó a su guagua y emprendió el retiro, presionada por la dueña de la carpa.

Un vecino de El Ceibal le recomienda no hacer el viaje por que bajó la creciente4 con toda su fuerza y es peligroso cruzar el río y menos de noche, pero Etelvina no lo escucha y taloneando su caballo, rumbeó a la querencia.

Se cruzó por el camino con un ebrio que intentó retenerla, pero pudo zafarse, mientras se despertó el niñito, quien comenzó a llorar.

Para evitar el pueblo de El Carmen, echa por un atajo que salía a un tipal próximo al río bramante. Por efecto de los golpes y retumbos producidos por el chocar de las piedras, el caballo no quería entrar en la corriente llegando hasta el borde y volviéndose.

A fuerza de latigazos el animal penetró hasta los lomos, desapareciendo en la riada como una pluma. Una mano se alzó como queriendo aferrarse del cielo y un sombrero de paja flotó un momento, luego se escuchó el bramar del río en la soledad de la noche.

Daniel Ovejero pertenecía a una antigua familia del Norte Argen­tino y había nacido en Jujuy hacia fines del siglo pasado. Murió en 1964 después de haber publicado en los años últimos de su vida dos recopilaciones de cuentos. El terruño y La Fontana del Santo. Se sabe que dejó varias obras inéditas y en particular una crónica de carácter histórico sobre la época colonial en las provincias que formaron la antigua gobernación del Tucumán, la cual, según afirma el prologuista del libro reciente, se extravió en la imprenta encar­gada de editarla. Inteligencia precoz y brillante se distinguió desde su juventud como un estudiante de excepcional capacidad, ya que obtuvo la medalla de oro al graduarse en la Facultad de Derecho de la Univer­sidad de Hílenos Aires. Fue además un buen latinista y un lector apasionado de las literaturas europeas contemporáneas. Lo dis­tinguía una notable facilidad de palabra, una verba occurente y feliz, rica de anécdotas sabrosas que solía contar con gracia y buen humor, muy de acuerdo con cierto estilo tradicional en su familia, que tuvo destacada actuación en su país.
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