La valija

Siglo XIX. Época difícil para quienes nacieron en cunas proletarias, en cualquier parte del mundo. Todo el esfuerzo no alcanza para cubrir las necesidades más elementales de la familia. Se suma a esta situación el antagonismo político, que deriva en persecuciones, amenazas, despidos de los lugares de trabajo. Y la guerra….siempre rondando en la cabeza de los poderosos y haciendo impacto en el cuerpo sufrido del pueblo.

Andrés y Clara, lo han conversado mucho. Es para ellos tal vez la más difícil decisión. Quieren viajar a Argentina porque les han dicho que es un país de paz, que allí, las posibilidades de crecimiento, de progreso, están al alcance del esfuerzo que se ponga en conseguirlo.

Ellos conocen de esfuerzo y de penurias. Cuando se reúne la familia alrededor de la mesa, el tema aparece, acongojando a los mayores. Los padres de Andrés comprenden las inquietudes de su muchacho, porque es muy duro vivir la vida allí. Sabe por paisanos que se le han adelantado que es otra la perspectiva posible en esa tierra tan espaciosa y virgen.

Todo es difícil para ellos, ahorraron dinero para el viaje, conversaron mucho, hasta el cansancio este proyecto, sin embargo, el valor del pasaje en la tercera clase del buque, los devuelve a su realidad inmediata.

La angustia de Andrés es absorbida por el amor de su madre y sin consultarlo con su esposo le propone que viajen solos, que ella cuidará del pequeño y que en cuanto se organicen uno de los dos vendrá a buscar a Víctor. Clara no puede creer lo que escucha y le teme a la decisión que tomará su marido. Él la mira y ella sabe que no podrá convencerlo.

En un baúl de madera acomodan la poca ropa que poseen, algunos utensilios que les recordará su patria lejana, el mantel que la abuela de Clara bordara para cuando se casaron y los regalitos que la familia juntó para que tan lejos, sintieran el amor de los que se quedaban.

Ella, preparó la valija con los ojos llorosos y el corazón destrozado. ¿Cómo podría soportar no tener a Víctor a su lado? Sabía que era muy lejos

adonde se dirigían, pero no sospechaba siquiera, cuánto tiempo les demandaría juntar la suma necesaria para el regreso… Víctor no los vería partir, vivían en una pequeña población campesina distante varias horas del puerto desde donde zarparía el barco.

En la valija de cartón grueso y esquineros de metal, guardó las pocas fotografías que tenía de su hijo y aquellas tan felices de su casamiento, donde se ve a la abuela disfrutando la fiesta, para la que preparó exquisitos platos de la cocina tradicional y sin que nadie lo presintiera, partió, como había vivido, serena, con la sonrisa pura, sin sobresaltos. La noticia del viaje no le hubiera hecho bien y por sobre todo, se hubiera opuesto a la separación de Clara de su pequeño hijo.

La valija, fuerte, con amplios bolsillos interiores, forrada a nuevo por la abuela, sería su compañía. Continuaría unida a su querida abuela a través del contacto con esa valija y quién podía imaginar que pasado el tiempo, habría de convertirse en el doloroso refugio de su delirio.

El buque partió de madrugada, nadie los despidió. La familia optó por dejar transcurrir los hechos, y ocultar a Víctor esta verdad. Confiaban en poder decirle la razón de la ausencia de sus padres.

Clara, se derrama en ese llanto silencioso, que crece desde las entrañas, sumergiéndola en profunda aflicción. Andrés sentado a su lado, piensa si habrá elegido el camino correcto. Le toma la mano y se la aprieta con ternura, mira a su alrededor y se ve reflejado en quienes tienen su misma ilusión y su mismo miedo.

El viaje los fatiga, no escasea el hacinamiento y la consecuente promiscuidad. Son los niños quienes ventilan esa espesa atmósfera con sus juegos, sus risas y sus discordias. Las madres atentas al revoloteo de los pequeños, median en sus disputas, imponiendo orden.

Una anciana vestida con antiguo traje negro y con la cabeza cubierta con un mantón oscuro como la noche, sabe que posee el don que calmará al grupito revoltoso. Su piel blanquísima se ilumina cuando los llama a su lado y comienza a hablarles con suavidad. Les narra cuentos. Y los traviesos, desaparecen, cautivados por la voz que los introduce y los retiene, absortos, en atrapantes historias. Las madres aprovechan este recreo, comentando la actitud de esa abuela, que es visible sólo cuando sabe que debe colaborar para que esa convivencia obligatoria, transcurra de la mejor manera.

Clara la mira con ternura cuando ella revuelve con su mano gastada, el cabello del pequeño tan parecido a Víctor.

Los días se suceden interminables. El viaje es cansador y se hacen trizas los mejores pensamientos. Son los jóvenes quienes no encuentran en qué ocupar sus energías y deambulan por donde les está permitido moverse.

Clara está muy triste, suma a ese hueco de ausencia la seguridad de la lejanía. Su Ucrania cada día más distante, la sumerge en cavilaciones que no comparte. Su carácter se torna introvertido, encerrándose en profundos silencios.

Andrés le habla con esperanza. Están acercándose a Buenos Aires y eso lo entusiasma, pero no consigue quitar del rostro de Clara el dejo melancólico que cubre sus facciones.

Un paisano, vecino de su pueblo, los espera en el puerto. Luego de los trámites, viajan a la casa donde los aguardan connacionales que desean darles la bienvenida y conversar todas las novedades que traen de su patria.

Escucharse hablar, entenderse sin las dificultades de un idioma desconocido, brindar por la alegría de este encuentro, respetando las costumbres que quedaron distantes, los alegra. Mañana empezará el recorrido en busca de trabajo. Sus amigos han adelantado los trámites posibles, se alojarán aquí hasta que logren aproximarse al horizonte que aún está distante.

Las mujeres acompañan a Clara a la habitación que les destinaron y ella saca del baúl lo más necesario. Está agradecida. Sabe que todavía no empezó la lucha.

Andrés consigue trabajo en un importante frigorífico instalado en esa ciudad de inmigrantes y Clara lucha con el idioma. Sus vecinas le ayudan con las palabras más corrientes y ella se esfuerza porque tiene una meta.

Necesita trabajar. Su hijo la espera y ella lo extraña hasta la desesperación. Se culpa por no haber luchado lo suficiente para no tener que separarse. Todo el dinero que logre tiene ese destino. El trabajo de Andrés les permite alquilar una pieza en un conventillo que habitan varias familias y hombres solos. Se da cuenta que no puede hacer milagros, el dinero que reciben alcanza para lo imprescindible, como en su tierra. Cuando está sola, la valija le acerca sus cosas más queridas. El llanto estalla cuando acaricia la foto de Víctor, todavía es consciente de la tremenda distancia que los aleja y reconoce que aún no es tiempo.

Lava ropa, ayuda en los quehaceres en casas de familia, fatiga su cuerpo para no pensar. Los días y los años pasan. Dos hijos agrandaron la familia, cada uno de ellos sumó angustia a Clara, sus desvaríos se hicieron visibles, y era la valija la única compañera de sus horas.

Solo un sueño la mantenía erguida y por ese sueño continuaba viva.

Se despertó temprano. Todo estaba inmaculadamente blanco. Hombres y mujeres con uniforme se desplazaban de un lado a otro. Clara tenía apretada en sus manos la valija. Estoy en la primera clase del buque que me lleva a Víctor, piensa, me dieron de comer, me indicaron la cama que me corresponde y hasta me produce un leve mareo el movimiento del buque.

Los médicos decidieron la medicación. Clara lentamente se sumerge en las profundidades del sueño. Lo que desconoce es que no logrará su ilusión, la de acercarse al hijo que la espera en la patria remota.

Gladys Mabel Suárez de Cleve.

23 de abril de 2012

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