Ella cree y no cree – por Nechi Dorado

Ella va por la vida con paso cansado arrastrando penas y alegrías, portando como autodefensa una sola arma bien cargada, prolijamente controlada como para que nunca falle si hace falta: su sonrisa.

Ella cree que hay castigos y no juicios pero no cree en dioses ni en demonios aunque crea que algo, más allá de lo tangible, puede andar circundando cada momento que transcurre mientras el tren de la vida tritura guijarros con dirección efectiva entre las vías.

Ella sabe que hay gente que se viste con piel de cordero pero es lobo feroz. Y sabe que existen flores y también plantas carnívoras, pero no cree que devoren hombres, sino insectos.

Cree en entelequias pero no cree en perfecciones aunque jamás profundizó en esquemas filosóficos.

Ella cree que hay noches y que hay días, que hay luna, hay sol y que hay estrellas. Que hay amor y que hay odio, que hay bien y hay mal. Que hay sinceridad e hipocresía.

Ella no cree que lo blanco siempre es bueno o que lo negro, indefectiblemente, es malo; ella no cree en estigmatizaciones aunque sabe muy bien que sí, existen.

Ella anda sola aunque a su lado caminen montones de personas, siendo esa soledad su amiga inseparable por esas cosas extrañas de los andares. No acostumbra pedir, rogar y mucho menos suplicar, trata de ser racionalmente irracional, o quizás, irracionalmente racional aunque en realidad cree que no lo ha logrado, todavía.

Podrá parecer extraña, misteriosa, trashumante, pero yo miro sus ojos y leo en ellos como quien dirige su mirada a un libro abierto. Y conozco su pena, la última, la más desgarradora entre otras no menos desgarrantes. La que le permitió deducir, sin tanto esfuerzo, que una gran pena arruina, muchas veces, a la más bella alegría. Lo aprendió como quien asimila una lección dictada a cachetazos un día en que frente al mar se le ocurrió contarme que ella cree y no cree cuando se trata de diferenciar a la vida de la muerte.

Me contó que hubo una vez en la que un pequeño colibrí le susurró al oído antes de emprender un viaje hacia la nada.

-Mi pequeño colibrí, me dijo ella:

-Fue una mañana de aquellas que uno no quisiera sufrir de ningún modo. Quedó como tatuada a fuego sobre los jirones de un alma incinerada, que era mía.

-Fue una mañana de esas en las que como frente al golpe artero de un hachazo, se derrumbaron esperanzas amasadas.

-Mi pequeño colibrí alzó su vuelo incierto, no sé, rumbo a cualquier estrella de fuego. Voló con la fuerza de un águila imparable rumbo a algún pozo insondable que no estaba abierto, en mis sueños.

-Ni imaginando siquiera. Y siguió contándome:

-Mi pequeño colibrí alzó su vuelo confundido entre nunca de olvidos y siempre de recuerdos. Y ya no pude verlo, ¡tan alto que voló y yo lo esperaba con mis brazos abiertos, ensayando caricias para darle, ni bien llegara a este mundo tan complejo!

-No me dejó merecerlo. Tampoco pude cantarle alguna nana tal como hiciera mi abuela cuando me acunaba en sus brazos tiernos.

-Mi pequeño colibrí alzó algún vuelo dislocado, errante, abandonado de mi mano, en la que hoy falta su suya.

-Y yo, ¡tan fuerte yo, según me creen! No fui capaz de seguir ese vuelo, tan solo quedé observándolo de lejos, paralizada, inmóvil, enredada en una nube de pánico asfixiante.

-Y él, tan pequeño, indefenso, solitario, pudo cargar en su piquito de oro un trozo de alma rota, que era mía.

-¡Tan solo estaba mi pequeño colibrí! ¡Tan solo estaba! Que alzó su vuelo eterno sin darme tiempo, siquiera, para entregarle un beso. Apenas bañarlo con mi llanto.

-Se alejó dejándome los ojos oxidados, el corazón sangrando casi yermo y esta tristeza infinita que no cesa, anclada en mis sentidos.

-Por eso creo y no creo, dijo ella, porque no encuentro explicación cuando de los ojos brotan lágrimas y alguien me dice que apenas si son pruebas a las que debés aceptar, ser sometido.

-Es entonces, amiga mía, continuó diciendo, cuando tu alter ego se formula mil preguntas que nadie habrá de poder responder de ningún modo. Sin embargo, pese a todo, sigo creyendo que es ilusorio que los conejos vivan en el estómago de las galeras. Pero no creo que el sol pretenda clandestinizar a gritos a la luna.

Ilustración: “Colibrí”, obra de la artista visual argentina Beatriz Palmieri

 

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