Me levanté temprano, lo que nunca. ¡Qué hermosa vi la casa! De pronto surgió de ningún lado una manifestación de arabescos dorados haciendo contorsiones, como si el sol los dibujara en la pared colándose a través de las cortinas de color naranja intenso. Me encandilaron. O para ser sincera, mejor confieso que no me levanté, algo me arrojó del calor de la cama para sumergirme en el submundo de la desesperación; trágico día, imaginé, más no había cerca a quién transmitirle esa locura.
Se me quebraba la espalda, fue como si allí bailara un ballet macabro el peso de mi vida igual que si me estuviera pasando el lastre de una, dos, tres, cien mil facturas y eso que para ser sincera no es tanto lo que debo.
¡Estoy segura!
Los arabescos, dije, me lastimaban los ojos volviéndose destellos saltarines, seguí su baile con estos ojos secos. De pronto apareció un hilo extendiéndose desde la ventana de la sala hacia la puerta de mi cuarto, busqué sujetarlo pero se me escapó, persiguiéndolo con la mirada apelé a demandar que me sostenga pero mi voz fue tan débil que no llegó a alcanzar fuerza imperativa, creo que más bien traté de convencerlo para que no se escape, sentí frío. Deseché el pensamiento, convencida una vez más de que en este mundo no es fácil convencer.
Quería volver a dormirme más no lo quise del todo, tuve miedo, no aspiré a regalar ni un segundo, no fuera cosa que se escapen, en mi sueño despierta, los arabescos danzantes que ya recorrían todas las paredes. Temí se convirtieran en puñales, como los que sentía clavados
en mi espalda, los mismos que me despertaron para introducirme en el caos inesperado.
Tres aves me saludaron sorprendidas, mudaban de nido apenas por tres días y para ser sincera yo quise retenerlos, pegarlos a mi pecho, ¡No te vayas repetí varias veces dirigiéndome a uno! Pero lo dije hacia adentro, como para que no me escuchara.
Histórica manía mía esta de hablar hacia adentro, callar hacia adentro, llorar hacia adentro, pedir hacia adentro. Tan hacia adentro como para que nadie me escuche y de lugar a que se despierten los fantasmas lejanos que lucen cada día más pálidos, más lúgubres, más escuálidos, pero con la fuerza capaz como para que sepa que están ahí, agazapados, acechantes, casi como si fueran tótems de cemento.
Extraña, absurda oquedad la que me invadió, me sentí tan lejos de mí, como un soy pero no soy, aunque quiera ser, quiera estar, poder decir lo que siento pero no existe el interlocutor dispuesto a escuchar lo que no quiere. Y yo anhelo seguir sobreviviendo a frases que reptan cargadas de cuestiones subjetivas, letra instalada para quebrar la médula que me mantuvo a veces imperturbable.
En un esfuerzo ciclópeo, en medio de una génesis de delirio místico me encontré invocando al poder del Santo Beato del Respiro canonizado por mí en ese instante de siglos; pero algo conspiró para que mi intención no llegue o acaso fuera que mi invocación no era producto de fe como debiera.
Quise agitar a la bendita Señora del Alvéolo, pero estaba tan cerrada en esa mañana de absurdo desespero, que hasta la sentí debatirse enredada en una bufanda de piel de conejo. Presagié el cosquilleo del movimiento tenue de un gusano de seda que equivocó su ruta tomando por caminos de coltán y rubíes salpicados de sangre negra.
Siguieron brillando los arabescos entre pared y pared, parecía ir alivianando el peso sobre la espalda pero no dejó de resonar esta metáfora de muerte que quise incinerar, pero no pude.
Siguió su despliegue esa mañana fría, destemplada, avanzó como traté de hacer yo, toda mi vida, pero ese día con una mueca de sol pálido, sin fuerza, más lejano que siempre, más adusto, perdió sus cascabeles y aunque quisiera, los puñales me impidieron que los junte.